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Ernesto González Barnert

Vuelvo al pueblo

con una fotocopia
de patos mandarines en un jardín asilvestrado
para colgar en la pared de mi cuarto.
Listo para ver la huella del caballo
donde beben mosquitos después de la lluvia.

 

Oír dentro de estas casitas enrejadas
una adolescente
que no sabe tocar el piano
imaginándose a tablero vuelto
en el teatro municipal de la región
ovacionada de pie
tras su interpretación de “Für Elise”
sin levantar la tapa del piano.

 

La sombra de una docena de pirigüines
avanzando sobre un pequeño banco de arena
casi blanca, de río
“mientras el sol, cansado del Imperio, declina…”

No lejos de una compañera
inflando la rueda delantera
de una vieja pistera
con un pequeño bombín
antes de partir donde su amiga
que la espera con calzones rotos,
una cervecita
para leerle el Tarot.

 

¡Cierto! A muy pocos en esta aldea
se les ocurriría tirar un centavo
en la fuente de la plaza de armas.
Sí, a nadie perder un peso
hundiéndolo en el agua
a cambio de un deseo tan ridículo
como un amor para siempre.
O pedir desesperado, cerca del fuego
un reloj cucú
agarrado al tubo de la bosca.
Una oveja que nadie esquilma.
Cebollas que no te hagan llorar
mientras la cortas en pluma o finita.

 

No, nada de eso
mientras un perro negro
siga persiguiéndose la cola
en estos poblados.
Y distraído, un hermano
te pase el salero en la mano
o una abuelita
no deje de zurcir los calcetines

del nieto o marido
arrimada a la cocina a leña
donde hierve trapos
mientras pasa por la ventana
un ejército mesopotámico de nubes
esperando la orden
para comenzar el temporal.

 

Vuelvo al pueblo
con una fotocopia de patos mandarines
en un jardín asilvestrado
donde espero dormir toda una tarde de verano
bajo los capis de porotos verdes,
con esa monedita en el bolsillo
que no sé si tirar para pedir un deseo,
meterla al chanchito.

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