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Carmen Verde Arocha

Isabel Madera

Un baúl con pan negro, carne precocida,
y voces de la infancia


traía el abuelo Antonio Isabel Madera
cuando se acercaba a la mesa,
a observar el pastel sobre hojas de amaranto.


Él cumplía años,


setenta y nueve servidos en pedazos iguales.


Nunca podíamos cantarle cumpleaños,
se marchaba antes del canto de la cigarra.
Todos quedábamos con la vela,
que nos miraba con remordimientos.


Así era él, cada vez que llegaba presentíamos
su olor a despedida.
Se lavaba la cara. También los pies.


No me toquen.
Y tenía en el bolsillo de la camisa
a su amante,


quien no lo dejaba estar cerca del piso,
remolino de bronce
que lo hacía girar
hasta volverlo ceniza de huesos.


El abuelo alegre sonreía.


Todos confiábamos en que viviría eternamente.


Por eso lo dejábamos ir
con su sombrero tiznado por el sol.
Alejándose del techo.
Tratando de que el pudor no le robara la sed.


Isabel Madera vive a cuatro cuadras de la calle El Pozo.


Conocido porque duerme a las serpientes,
le pone dientes de oro,
sostiene el agua en el aire.


En una ocasión
trajo un pedazo de madera,
lo puso con rabia en el centro de la mesa.


En esto se convirtió el amor, escríbanlo.
Salió y se quedó del lado de atrás de la ventana,


y nos veía comernos el dulce,
con desespero
queríamos evitar que el amor se nos fuera.

(Mieles, 2003). Que el río responda. Antología poética. Madrid: Visor Libros, 2025.

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