Jener Roa-Neira
Giroscopios
Hay un campo sin gravedad sostenido por una flor
en la Islandia que yo vivo,
cubre de arcoíris al año y al valle,
desde el riachuelo anciano hasta el volcán
que cría amapolas con canciones budas.
En febrero navideño se posan las auroras boreales
como una bandada de cometas infantes
vibrando hacia el epitafio de la noche.
Bien se sabe que en esta región nunca anochece.
Yo veía el sol a la medianoche,
y veía al amor desayunando miel cítrica.
En este valle, algunos arcoíris se cruzan en equis
y a veces chocan como platillos de concierto,
en esa chispa se estaciona una estrella.
Más allá, adonde los ojos no llegan,
solo el sentimiento, el agua de una catarata
que desea conocer a las nubes,
se lanza contra las piedras de la falda
de la madre del volcán.
A veces, el agua logra impulsarse sobre los arcoíris,
alcanza entonces a ver a ciertas nubes explotando
en su mezclarse blanquinegro.
Y ve cómo un pájaro sale de las auroras boreales
y se sienta a descansar sobre el cordel cruzado
de un par de arcoíris que se durmieron.
Este campo ingrávido de Islandia
aún no se ha descubierto, puedes probarlo:
al llegar, envíanos la foto de esa flor diminuta.