Juan José Hamilton Chan
Jardín epicúreo
I
Solo quiero inclinar la balanza
el día que sean vertidas nuestras obras.
Y Dios vuelque el cazo de la humanidad
para vaciar nuestras almas.
Solo quiero que alguna de mis acciones
incline la balanza universal
para bien de nuestro pueblo.
Solo quiero un día de estos
juntarme conmigo mismo,
agazapar todas mis edades,
y renacer, en el jardín de la tierra.
Donde va nuestra esencia,
triste, desnuda y, aun así,
amorosa y tierna.
Solo quiero encontrar
un lugar para quedarme,
donde ya no duela tanto vivir.
Donde no tenga que comprar mi identidad.
Donde el tótem de la avaricia
no alimente mi Golem con más que miseria.
Un lugar donde pueda llorar, descansar y ser
profundamente agradecido,
y solo así sabré también
qué es lo que piensa de mí
el universo.
II
—Qué alma más sola y sin alma, pan sin nada, y sin nadie—.
Soy yo, todas las tragedias,
las alegrías,
la incertidumbre de los hombres
que nocturnos salen a cazar su alimento.
Soy la carne en la palabra,
cicatriz que flota y florece sobre las manos del universo.
Tan solo una raíz que me duele,
que sale de mis pies y rompe el concreto
buscando la tierra.
Escombro que sufre
y desea,
horizonte de sucesos e interpretaciones.
Soy como aquel grano de mostaza,
que un día plantó en su jardín.
Olvidándose de él.
III
Pero me cuesta,
inclusive, encontrarle sabor al vinagre
de Dios,
de algunos días,
tortuosos y castigadores,
en este simulacro vacío,
en este relato de generosidad y miseria.
Me cuesta incluso saber si soy artesano
o herramienta.
Artilugio que no sabe distinguir
la libertad del privilegio.
La necesidad del placer.
El alma
de las mil formas del plástico.
Pulso consciente de la vida
o la sombra de Itzamá
recreando su carne en el maíz
para plantarlo.